martes, 21 de octubre de 2014

Sin Palabras... Increible... Cómo nos estamos volviendo...? O ya lo eramos?

La chapuza y la ira

La incompetencia de quien tiene la responsabilidad contagia el miedo más rápido que el virus


Vaya por delante un consejo: no se desayune usted nunca con el consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid. En España, como medida sanitaria para empezar el día con energía, como rezaba el anuncio de los cereales, lo mejor va a ser escuchar música clásica. Se hinca el diente en la primera tostada con la excelente noticia de que el expresidente de Bankia, el señor Blesa, se gastó, a costa de la entidad, 9.000 euros matando bichos en un safari y se termina con las declaraciones reticentes e irritadas  de un consejero de Sanidad. Debería estar prohibido por la OMS exponerse a semejante material tóxico, no ya porque pone mal cuerpo, que también, sino porque tanta información que abunda en el desastre nacional contribuye a un sentimiento colectivo del que en España no andamos escasos: la histeria. 
La evidente incompetencia de quien tiene la responsabilidad en su mano en un caso tan crítico como éste contagia el miedo mucho más rápido que el virus, y eso es exactamente lo que están consiguiendo quienes deberían estar ahí protegiéndonos. Desayunarse con dicho consejero debería estar contraindicado por el propio consejero del ramo. Diez minutos el tipo asegurando que la culpa del ineficaz protocolo en torno al Ébola la tiene una enfermera.
Aun así, no, no creo que este país sea un desastre. Me molestan los funebrones que se pasan la vida recordándonos que ellos ya lo sabían. O los que experimentan una incontenible alegría en que todo vaya de puta pena y estemos abocados a no sé qué abismo. No. Ha habido ocasiones en momentos realmente críticos en las que hemos celebrado que las cosas se han hecho muy bien.

El cabreo que ha provocado la crisis ha desbordado la paciencia y se ha llegado al capítulo de la ira
¿No nos acordamos ya? Ahí está cómo se actuó cuando las bombas de Atocha sembraron Madrid de muertos y de caos; ahí están los protocolos que se cumplen para que España sea uno de los países punteros en materia de trasplantes o, por señalar algo bien distinto, ahí tenemos el último caso resuelto por la Policía y la Guardia Civil en el que un pederasta ha sido detenido a una velocidad sorprendente. Quien se llene la boca afirmando que los servicios públicos, en general, en España son un auténtico desastre es que no sabe cómo se las gastan fuera. Cierto es que los implacables recortes pueden acabar con los recursos y la paciencia de los profesionales de la salud, pero de momento, los trabajadores se están portando admirablemente para suplir los medios que se les escatiman. No creo, pues, que nuestro país careciera de recursos para hacer frente a una persona, ¡una!, que trasladaron a un hospital madrileño contagiada por un virus del que si algo debería sorprendernos es cómo se ha mantenido aislado en África durante tanto tiempo.
Lo destacable en todo este asunto es la chapuza, la chapuza y una irresponsabilidad política que no se entiende teniendo en cuenta que los fallos más tarde o más temprano quedan a la vista de todo el mundo. ¿Por qué se hacen mal las cosas? Es inexplicable. Me niego a pensar que en un hospital de Estados Unidos un enfermo de ébola esté más seguro que en uno de Madrid. Extender esa idea, además, es hacer creer a la población que somos un país de riesgo. Aunque bien sé que esta teoría es la que está de moda.
No, no creo que este país sea un desastre
Nuestro país se ha caracterizado por haber estado cargado de paciencia. Se han demostrado paciencia y aplomo en los peores años del terrorismo, se ha sobrevivido a tiempos convulsos que parece que ya se nos han olvidado o que hemos sido incapaces de recordar a otros. Da la sensación de que el cabreo que ha provocado la crisis, sumado a que cada mañana hay que desayunarse con un responsable político que, para nuestro sonrojo, desvía su culpa o con la evidencia de que al mismo tiempo que se rescataba una caja de ahorros los ciudadanos estábamos, sin saberlo, pagando los lujos de unos cuantos sinvergüenzas, da la sensación, repito, de que todo esto ha acabado por desbordar la paciencia, y se ha llegado al capítulo de la ira. Y la ira conduce también a la falta de piedad. Se leen cosas que una no quisiera leer, en las redes o los medios, individuos rabiosos que escriben de “los curitas” a los que no debíamos haber rescatado. Palabras que son el espejo de lo más mezquino del ser humano: en los bares, acodados torvamente en la barra, o en las peluquerías, hay fulanos e individuas que maldicen el momento en que nos trajimos aquí a esos dos moribundos; que lo suyo, lo que predica su fe, dicen, es que los religiosos se pudran en solidaridad con los enfermos a los que han dado calor y cura durante años. La piedad se pierde, sí, la crueldad se contagia más rápido que cualquier virus, se oyen cosas que ensucian el alma y una se teme que estemos incubando una enfermedad tan grave como el ébola, que aún siendo temible no lo es menos que fuera el sida, en aquellos terribles años de los que nadie se acuerda en que se hacían chistes de poetas sidosos y de maricones a los que no querían tocar las enfermeras.
Queremos gozar de un mundo hiperconectado, pero que nada nos suceda, que nada nos altere ni nos manche. Queremos viajar por el mundo, pero que no viajen los virus. Es obvio que la chapuza política contribuye al aumento de la inhumanidad. Ha habido tiempos en la historia proclives al humor que hacía sangre. Mejor no recordar cuáles fueron.

Maneras de retratarse


Los países tiemblan por un virus que mata menos que nuestro propio estilo de vida



Voy al médico y, cómo no, hablamos del tema, del asunto que ha plagado las conversaciones de las dos últimas semanas, de las cuales puede extraerse una esencia de lo que es el ser humano en su mejor y en su peor versión. El médico tiene ese lenguaje corporal generoso de algunos facultativos, esa expresividad que te hace confiar en sus consejos, que son, por resumir, descanso, hidratación y unas cuantas respiraciones hondas. Me voy de allí sin una sola receta farmacológica, pero con grandes dosis de humanidad. El hombre de la bata blanca trae a colación un odioso refrán español que viene muy a cuento, “Por la caridad entra la peste”, un consejo nacido en aquellos años del siglo XIV en que Europa vio diezmada su población por el temido mal y que, dicho hoy día, supone una prevención contra la generosidad. Al fin y al cabo, en aquellos tiempos los seres humanos no tenían otra manera de protegerse que apartando y excluyendo al enfermo.
Pero hoy, ricos como somos en recursos y obsesionados como estamos en los países occidentales por tener la misma muerte bajo control, suena a mezquindad. Aunque según el caso se podrían añadir adjetivos al sustantivo: racista, clasista, cruel o, simplemente, egoísta. Es en ocasiones como estas en las que el ser humano se retrata. El que tiene responsabilidad política o social, pero también el de a pie, aquel que dejando caer su opinión entre amigos contribuye al aire que se respira.

Las organizaciones avisan de que debemos mandar ya médicos. “Solo nos acordamos de África cuando truena”
Hablo con este hombretón embatado que se dedica a aliviar los males de sus pacientes y me dice: “Pues si por la caridad entra la peste, ¡que entre!”. Eso, que entre. Podemos disfrutar de medidas de higiene, médicas, de control, envolver a nuestros enfermos en una nube de médicos, pero la vida, en su delicia o en su pesadilla, se cuela siempre. Nuestra piel no es impermeable. Recuerdo mi viaje a Etiopía hace 12 años, uno de esos episodios que te cambian la vida. Recuerdo visitar, entre otros muchos centros llevados con heroicidad civil por cooperantes (religiosos o no, tanto da), una pequeña comunidad de niños estigmatizados por el sida. No porque ellos lo padecieran, sino porque sus padres habían muerto por el virus. Recuerdo verlos llegar de la mano de sus abuelos: niños serios, intocados por su comunidad, niños enfermos de estigma, niños que se mantenían a distancia de nosotros, por tener muy clara ya en su tierna conciencia la idea de que eran apestados sociales. Hay imágenes que no se borran, esta es una: los niños volviéndose en la oscuridad de la noche hacia sus casas, felices aún por haber asistido a la magia del dibujo que desplegó el dibujante Urberuaga en una pizarra y del cuento con el que yo acompañaba las imágenes y que era traducido para sus oídos por un etíope cubano. La infancia y su capacidad de resiliencia, esa asombrosa plasticidad de su cerebro que permite a las criaturas sobreponerse al menos por un día a una existencia injusta.
En torno a los olvidados de la tierra estaban Médicos Sin Fronteras, Intermón Oxfam o las escuelas de los misioneros, como aquella ejemplar que lideraba y lidera la madre Nieves. Nosotros volvimos a España con aquel precioso recuerdo, imborrable desde el momento en el que las enfermedades y la pobreza que asuelan la tierra africana se presentan de tanto en tanto en las noticias y te devuelven aquellos días, pero volvimos a los lujos domésticos, a la ausencia de mosquitos asesinos, a la limpieza, a la maravilla del agua corriente, a la extrema comodidad en la que tan poco se repara y a la que nos acostumbramos de inmediato, dándola por supuesta o pensándonos merecedores de ella.

Hay personas que piensan que la piedad o la misericordia son sentimientos exclusivos de la fe cristiana
Todo el mundo se retrata: un responsable político tan cutre como para acusar a una enfermera de poner a la población en riesgo; una ministra con cara de susto incapaz de manejar una situación para la que debería estar suficientemente preparada; otro político que por hacer oposición pone en duda una repatriación que constituye el derecho de cualquier ciudadano y de la que no dudan los profesionales médicos, o la actitud de tantos de nosotros cuando nos da por pensar que nuestra vida, por el hecho de vivirla en el primer mundo, ha de estar exenta de acontecimientos incontrolables. Ay, por la caridad entra la peste. Maldita sea, hay personas que piensan que la piedad, la compasión o la misericordia son sentimientos exclusivos de la fe cristiana y que los demás hacemos muy bien en vernos exentos de semejantes obligaciones morales.
Hay un chiste americano que ronda estos días en una página de científicos: un tío gordo comiendo hamburguesas, fumando y bebiendo. En cada uno de esos productos viene el número de muertos que se producen en EE UU al año por su abuso, pero de la mente del individuo surge un pensamiento que le aterroriza: “¡¡¡Ébola!!!”. Pues eso. De pronto, los países tiemblan por un virus que mata menos que nuestro propio estilo de vida. Mientras, el dinero que nuestro Gobierno dedica a África es irrisorio. Las organizaciones de cooperación nos avisan de que si queremos detener esta fiebre, debemos mandar ya médicos y enfermeras. Con la lógica promesa de que podrán ser repatriados si se ponen enfermos. Pero hay otro refrán, este más reciente, que reza: “Solo nos acordamos de África cuando truena”. 
19/10/2014
Yo no soy religiosa ni practicante ni nada que se le parezca (y por supuesto tampoco de derechas)  pero, si alguna vez me fuera a algún lugar del mundo y me pasara algo parecido me gustaría me trajeran para morir en mi casa, con los míos... Y lo demás... Creo que sobra. Y va por delante el homenaje a esos profesionales que no se lo pensaron... Tiene narices que algunos se lo planteen!!!

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