martes, 26 de noviembre de 2013

El Presupuesto

En nuestra oficina regía el mismo presupuesto desde el año mil novecientos veintitantos, o sea desde una época en la que la mayoría de nosotros estábamos luchando contra la geografía y con los quebrados. Sin embargo, el Jefe se acordaba del acontecimiento y a veces, cuando el trabajo disminuía, se sentaba familiarmente sobre uno de nuestros escritorios, y así, con las piernas colgantes que mostraban después del pantalón unos inmaculados calcetines blancos, nos relataba con su vieja emoción y las quinientas noventa y ocho palabras de costumbre, el lejano y magnífico día en que su Jefe -él era entonces Oficial Primero- le había palmeado el hombro y le había dicho: "Muchacho, tenemos presupuesto nuevo", con la sonrisa amplia y satisfecha del que ya ha calculado cuántas camisas podrá comprar con el aumento.
Un nuevo presupuesto es la ambición máxima de una oficina pública. Nosotros sabíamos que otras dependencias de personal más numeroso que la nuestra, habían obtenido presupuesto cada dos o tres años. Y las mirábamos desde nuestra pequeña isla administrativa con la misma desesperada resignación con que Robinson veía desfilar los barcos por el horizonte, sabiendo que era tan inútil hacer señales como sentir envidia. Nuestra envidia o nuestras señales hubieran servido de poco, pues ni en los mejores tiempos pasamos de nueve empleados, y era lógico que nadie se preocupara de una oficina así de reducida.
Como sabíamos que nada ni nadie en el mundo mejoraría nuestros gajes, limitábamos nuestra esperanza a una progresiva reducción de las salidas, y, en base a un cooperativismo harto elemental, lo habíamos logrado en buena parte. Yo, por ejemplo, pagaba la yerba; el Auxiliar Primero, el té de la tarde; el Auxiliar Segundo, el azúcar; las tostadas el Oficial Primero, y el Oficial Segundo la manteca. Las dos dactilógrafas y el portero estaban exonerados, pero el Jefe, como ganaba un poco más, pagaba el diario que leíamos todos.
Nuestras diversiones particulares se habían también achicado al mínimo. Ibamos al cine una vez al mes, teniendo buen cuidado de ver todos diferentes películas, de modo que, relatándolas luego en la Oficina, estuviéramos al tanto de lo que se estrenaba. Habíamos fomentado el culto de juegos de atención tales como las damas y el ajedrez, que costaban poco y mantenían el tiempo sin bostezos. Jugábamos de cinco a seis, cuando ya era imposible que llegaran nuevos expedientes, ya que el letrero de la ventanilla advertía que después de las cinco no se recibían "asuntos". Tantas veces lo habíamos leído que al final no sabíamos quién lo había inventado, ni siquiera qué concepto respondía exactamente la palabra "asunto". A veces alguien venía y preguntaba el número de su "asunto".
Nosotros le dábamos el del expediente y el hombre se iba satisfecho. De modo que un "asunto" podía ser, por ejemplo, un expediente.
En realidad, la vida que pasábamos allí no era mala. De vez en cuando el Jefe se creía en la obligación de mostrarnos las ventajas de la administración pública sobre el comercio, y algunos de nosotros pensábamos que ya era un poco tarde para que opinará diferente.
Uno de los argumentos era la seguridad. la seguridad de que no nos dejarían cesantes. Para que ello pudiera acontecer, era preciso que se reuniesen los senadores, y nosotros sabíamos que los senadores apenas si se reunían cuando tenían que interpelar a un Ministro. De modo que por ese lado el Jefe tenía razón. La Seguridad existía. Claro que también existía la otra seguridad, la de que nunca tendríamos un aumento que nos permitiera comprar un sobretodo al contado. Pero el Jefe, que tampoco podía comprarlo, consideraba que no era ése el momento de ponerse a criticar su empleo ni tampoco el nuestro. Y -como siempre- tenía razón.
Esa paz ya resuelta y casi definitiva que pesaba en nuestra oficina, dejándonos conformes con nuestro pequeño destino y un poco torpes debido a nuestra falta de insomnios, se vio un día alterada por la noticia que trajo el Oficial Segundo. Era sobrino de un Oficial Primero del Ministerio y resulta que ese tío -dicho sea sin desprecio y con propiedad- había sabido que allí se hablaba de un presupuesto nuevo para nuestra Oficina. Como en el  primer momento no supimos quién o quiénes eran los que hablaban de nuestro presupuesto, sonreímos con la ironía del lujo que reservábamos para algunas ocasiones, como si el Oficial Segundo estuviera un poco loco o como si nosotros pensáramos que él nos tomaba por un poco tontos. Pero cuando nos agregó que, según el tío, el que había hablado de ello había sido el mismo secretario o sea el alma parens del Ministerio, sentimos de pronto que en nuestras vidas de setenta pesos algo estaba cambiando, como si una mano invisible hubiera apretado al fin aquella de nuestras tuercas que se hallaba floja, como si nos hubieran sacudido a bofetadas toda la conformidad y toda la resignación...

La Sirena Viuda (Mario Benedetti)

Curiosidades de la vida. Este libro lo encontré en la biblioteca de Edimburgo.
Y no sé por qué a miles de kilómetros de mi "Linda Patria"
acuden a mi memoria tan "Bellos" Recuerdos que hacen que cada día tenga más ganas de "NO VOLVER".

domingo, 24 de noviembre de 2013

A Day in the Castle...








Edinburgh Castle. November 2013

lunes, 18 de noviembre de 2013

Sunday in Ocean Terminal










Si, si... Parece mentira pero es Edimburgo en Noviembre...
Si esto no es amor, al menos lo parece. Jejeje

Edimburgo. Noviembre 2013

lunes, 11 de noviembre de 2013

Qué decir!


Edinburgh November 2013

sábado, 2 de noviembre de 2013

Yo quería escribir una novela...

Yo quería escribir una novela. Pero ¿qué novela?
Sentada a mi escritorio una vez más el domingo por la tarde -un momento de la semana que había empezado a temer-, comprobaba que como todos los domingos por la tarde, reinaba el silencio, la ventana mostraba las mismas siluetas de tejado y antenas y la página seguía en blanco.
Pero bien mirado, ¿una novela? ¿Por qué una novela? ¿Por qué no una galería de retratos?... Sí, ¿Por qué no? O una comedia. O un libro de aforismos. O un drama en cinco actos...  O una epopeya de diez mil versos. o un haiku de cuatro... ¡Maldita Libertad! Una novela, qué demonios, no se hable más, he dicho una novela. Vale. Sigamos. ¿Con qué argumento?
Pasaba otra media hora
Veamos... El argumento no es más que un pretexto, cualquiera sirve... Si, cualquier cosa puede servir como punto de partida... Un escenario, unos personajes... Recorría mentalmente la casa, la calles... ¿Por qué no la lechera y el guardia jurado?
Bien. De acuerdo. Pero ¿qué hacer con ese material?... ¿Un relato costumbrista, celebrando lo sano y pintoresco que es el pueblo llano? ¿Al estilo de Mesonero Romanos, con sus chistes baturros?...
-No, claro -convenía conmigo misma-. No, eso ni hablar.
-¿Realismo social, entonces? -proseguía mi alter ego-. ¿Mostrar la dureza de la vida de esas pobres gentes, su miseria material y mental?
-¿Por qué no?
-Mmm... Tendrías que hacerte amiga suya... cenar con ellos, compartir el pulpo a la gallega y el vino con gaseosa... tomar nota de sus latiguillos, todo eso de "¡ay, hijo!", "¡mira que eres!", lo de llamar "cocretas" a las croquetas y "mondarinas" a las mandarinas... ¿De veras estás dispuesta?
¿Confraternizar con ellos en su cuchitril con olor a col hervida? ¿Hablar de convenios, pagas extras y alquileres, del escandaloso precio del pescado, de una receta para aprovechar restos de pollo? ¿Borrar las fronteras entre su vida y la mia? ¿Descubrir que en el fondo tales fronteras eran imaginarias?... Sólo de pensarlo me daban ganas de meterme en la cama.
-Además -proseguía él-, el realismo social fue una moda de los años cincuenta, hoy no le interesa a nadie. 
-¿Y el realismo mágico?
Se encogió de hombros.
-Ya está inventado. No hagas eso tan típico delas mujeres que es tomar un género literario, o una corriente de pensamiento, una filosofía, lo que sea... y divulgarlo, abaratarlo, convertirlo en libro de quiosco. Inventa otra cosa.
Largo silencio. Al fin, tímidamente, aventuré:
-¿Y algo semifantástico?... Realista con un toque poético... Un personaje imaginario, uno solo. Que servirá además para unir diversas historias... o estampas... Mira, te explico -me iba animando-: Un personaje misterioso e invisible sobrevuela la ciudad y se va metiendo, una por una, en todas las casas...
Le brillaron los ojos.
-Bravo Blanca. Has encontrado un método estupendo: consiste en coger un clásico que nadie lee, en este caso El diablo cojuelo, de Luis Vélez de Guevara, mil seiscientos y algo, y reescribirlo en formad e novela moderna. Tendrías que patentarlo.
Me levanté humillada y furiosa, apagué la luz y me fui a preparar la cena.
Pero después de cenar volví a mi potro de tortura. Tenía que escribir una novela, como fuese, no podía soportar la perspectiva de vivir y morir sin haber escrito una novela. Pero ¿qué novela?
Me horrorizaban el realismo decimonónico, el realismo social, el realismo mágico, el costumbrismo, la novela rural, la novela política, la novela psicológica, la novela urbana, la novela católica, el existencialismo, el experimentalismo, el intimismo, el lirismo, la prosa poética, y en general, cualquier cosa concreta. No quería ser una escritorcita del montón, de mi tiempo y mi país -si hubiera podido habría escrito en esperanto-, ni siquiera una escritora: hasta el simple sufijo femenino ya era una odiosa limitación. No, yo quería ser un gran escritor universal, y escribir una novela abstracta, inteligentísima, cultísima, inatacable. No había entendido que la única obra que no ofrece flanco alguno a la crítica, imposible de destripar, despreciar, ridiculizar, en fin, la única novela -o cualquier cosa- perfecta, e la que no existe.
Cada mañana, cuando sonaba el despertador, emergía de un sueño profundo para encontrarme otra vez cara a cara con la desolación, con el vacío, con el miedo. Descubría que vivir duele, que duele ser libre, que duele ser. Con que alivio -y vergüenza- habría firmado, con los ojos cerrados, por una vida prefabricada, como la de la lechera y el guardia jurado, por un camino cualquiera, sin importarme adónde llevase, con tal de que estuviera ya trazado.

"Amor o lo que sea"
Laura Freixas