lunes, 7 de octubre de 2013

Podía haber sido así... Why not?

     Desde mi llegada a Inglaterra compartía piso en Emerson Terrace con otras dos muchachas, las dos más jóvenes, las dos rubias. Nos entendíamos bien; para las chicas yo simbolizaba que era posible llegar a la Universidad y superarla. También suponía dinero necesario para soportar el alquiler, alguien que sabía cocinar, el olor a naranjo, una sombra silenciosa en la ventana los días que anochecía pronto.
     A menudo, desde la calle, antes de subir las seis escaleras hacia nuestra casa compartida, ellas me saludaban con la mano. Yo continuaba inmóvil, y luego, cuando ya habían comenzado a caminar, levantaba el brazo y saludaba con desgana.
     Venían de pueblos pequeños en las Midlands, y la ciudad amortiguaba cada vez más sus ansias de escapar y acentuaba los prejuicios aprendidos. A veces se preguntaban qué sería de ellas cuando terminaran de estudiar y regresaran, cómo podrían soportar de nuevo la vida provinciana. Otras veces, ahogadas por la gente, la indiferencia de las miradas y la añoranza, deseaban una existencia corriente, un novio en su pueblo, unas fotos de boda expuestas en el escaparate de High Street, y una tumba entre las de sus familiares.
     Las niñas me recordaban una vida de adolescente que para mí ya no tendría lugar. Las muchachas eran corteses, llamaban a la puerta suavemente cuando habían comprado un pastel, o una prenda nueva, y me invitaban a fiestas, a que dictará mi opinión. Hablábamos de sus novios, que variaban casi cada fin de semana, y de sus exigencias. Gastaban increíbles cantidades de dinero en pequeñas tonterías, en horquillas de plástico, en lacas de uñas con estrellitas brillantes y purpurina de colores, en postales de cumpleaños, aunque no pudieran con ello permitirse ningún regalo más.
     Algunas veces las acompañaba de compras. Antes cuando estaba sola, recorría alguna librería, buscaba en las calles céntricas libros de saldo y títulos nuevos que debería conocer. Hacía tiempo que ya no compraba más libros, desde el día en que descubrí que los enseñaba a los demás como ellas los frasquitos de esmalte de uñas, que ya no me servían en privado. Necesitaba ostentarlos, demostrar que sabía.
     Ahora ya no gastaba dinero en libros, sino en música, algunas veces, o en comida, naranjas, aceite, embutido, aceitunas, vino tinto, cerezas rojas y negras, alimentos del sur llenos de luz, pero continuaba mi afición; podría cerrar los ojos y guiarme en alguna librería, solamente por la memoria. Ahora, porque amaba los libros, los dejaba dormir y desaparecer más tarde en las baldas altas.
     Los libros eran anclas, los libros me ataban e impedían que algún día mi voluntad flaqueara y pensara en regresar. Cada llamada de mi madre tendía el puente de vuelta, ofrecía, con tentadoras ondulaciones de sirena, un inicio nuevo en mí país. Envié una foto de mi cuarto a casa y ella se aterró.
     - ¿Qué harás con tantos libros? ¿Cómo los traerás contigo? Deberías buscar a alguien a quién regalárselos... alguna biblioteca. ¿Resultará caro enviarlos aquí?
     - Los necesito -me defendí-. Si no ¿Cómo pretendes que aprenda algo?
     Ella creía, honestamente, que todo finalizaría con las tonterías de juventud, que terminaría lo que fuera que había venido a hacer,  que el hogar tornaría, de nuevo, a ser lo que recordaba.
     Yo sabía ya entonces que no regresaría. Con mi última maleta cerré de golpe la puerta, y me aterraba transformarme en estatua de sal si volvía la vista atrás. Un día, cuando no lo esperaba, descubrí que Londres era mi sitio; lo descubrí después de jurar durante varios meses, en pubs  y reuniones de amigos, en charlas con mis compañeras y cartas a casa, que no regresaría.
     Sin violencia, sin movimientos bruscos para hacerse un hueco, sin los gestos dramáticos que ansiaba, me percaté de pronto de que sentía lo que venía diciendo con violencia, con gestos bruscos, con ademanes dramáticos: las mismas frases que me esforzaba por representar se habían convertido en realidad. De pronto mi país, mi familia, no inspiraron más que una ligera melancolía, la sensación de una pierna amputada, los nervios débiles y desorientados. Entonces, definitivamente extranjera, dejé de comprar libros.

Diabulus in Musica
Espido Freire