sábado, 2 de noviembre de 2013

Yo quería escribir una novela...

Yo quería escribir una novela. Pero ¿qué novela?
Sentada a mi escritorio una vez más el domingo por la tarde -un momento de la semana que había empezado a temer-, comprobaba que como todos los domingos por la tarde, reinaba el silencio, la ventana mostraba las mismas siluetas de tejado y antenas y la página seguía en blanco.
Pero bien mirado, ¿una novela? ¿Por qué una novela? ¿Por qué no una galería de retratos?... Sí, ¿Por qué no? O una comedia. O un libro de aforismos. O un drama en cinco actos...  O una epopeya de diez mil versos. o un haiku de cuatro... ¡Maldita Libertad! Una novela, qué demonios, no se hable más, he dicho una novela. Vale. Sigamos. ¿Con qué argumento?
Pasaba otra media hora
Veamos... El argumento no es más que un pretexto, cualquiera sirve... Si, cualquier cosa puede servir como punto de partida... Un escenario, unos personajes... Recorría mentalmente la casa, la calles... ¿Por qué no la lechera y el guardia jurado?
Bien. De acuerdo. Pero ¿qué hacer con ese material?... ¿Un relato costumbrista, celebrando lo sano y pintoresco que es el pueblo llano? ¿Al estilo de Mesonero Romanos, con sus chistes baturros?...
-No, claro -convenía conmigo misma-. No, eso ni hablar.
-¿Realismo social, entonces? -proseguía mi alter ego-. ¿Mostrar la dureza de la vida de esas pobres gentes, su miseria material y mental?
-¿Por qué no?
-Mmm... Tendrías que hacerte amiga suya... cenar con ellos, compartir el pulpo a la gallega y el vino con gaseosa... tomar nota de sus latiguillos, todo eso de "¡ay, hijo!", "¡mira que eres!", lo de llamar "cocretas" a las croquetas y "mondarinas" a las mandarinas... ¿De veras estás dispuesta?
¿Confraternizar con ellos en su cuchitril con olor a col hervida? ¿Hablar de convenios, pagas extras y alquileres, del escandaloso precio del pescado, de una receta para aprovechar restos de pollo? ¿Borrar las fronteras entre su vida y la mia? ¿Descubrir que en el fondo tales fronteras eran imaginarias?... Sólo de pensarlo me daban ganas de meterme en la cama.
-Además -proseguía él-, el realismo social fue una moda de los años cincuenta, hoy no le interesa a nadie. 
-¿Y el realismo mágico?
Se encogió de hombros.
-Ya está inventado. No hagas eso tan típico delas mujeres que es tomar un género literario, o una corriente de pensamiento, una filosofía, lo que sea... y divulgarlo, abaratarlo, convertirlo en libro de quiosco. Inventa otra cosa.
Largo silencio. Al fin, tímidamente, aventuré:
-¿Y algo semifantástico?... Realista con un toque poético... Un personaje imaginario, uno solo. Que servirá además para unir diversas historias... o estampas... Mira, te explico -me iba animando-: Un personaje misterioso e invisible sobrevuela la ciudad y se va metiendo, una por una, en todas las casas...
Le brillaron los ojos.
-Bravo Blanca. Has encontrado un método estupendo: consiste en coger un clásico que nadie lee, en este caso El diablo cojuelo, de Luis Vélez de Guevara, mil seiscientos y algo, y reescribirlo en formad e novela moderna. Tendrías que patentarlo.
Me levanté humillada y furiosa, apagué la luz y me fui a preparar la cena.
Pero después de cenar volví a mi potro de tortura. Tenía que escribir una novela, como fuese, no podía soportar la perspectiva de vivir y morir sin haber escrito una novela. Pero ¿qué novela?
Me horrorizaban el realismo decimonónico, el realismo social, el realismo mágico, el costumbrismo, la novela rural, la novela política, la novela psicológica, la novela urbana, la novela católica, el existencialismo, el experimentalismo, el intimismo, el lirismo, la prosa poética, y en general, cualquier cosa concreta. No quería ser una escritorcita del montón, de mi tiempo y mi país -si hubiera podido habría escrito en esperanto-, ni siquiera una escritora: hasta el simple sufijo femenino ya era una odiosa limitación. No, yo quería ser un gran escritor universal, y escribir una novela abstracta, inteligentísima, cultísima, inatacable. No había entendido que la única obra que no ofrece flanco alguno a la crítica, imposible de destripar, despreciar, ridiculizar, en fin, la única novela -o cualquier cosa- perfecta, e la que no existe.
Cada mañana, cuando sonaba el despertador, emergía de un sueño profundo para encontrarme otra vez cara a cara con la desolación, con el vacío, con el miedo. Descubría que vivir duele, que duele ser libre, que duele ser. Con que alivio -y vergüenza- habría firmado, con los ojos cerrados, por una vida prefabricada, como la de la lechera y el guardia jurado, por un camino cualquiera, sin importarme adónde llevase, con tal de que estuviera ya trazado.

"Amor o lo que sea"
Laura Freixas

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